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Marcos Porcella, artísta y gastrónomo |
Irreverencia, ingrediente principal del arte y la gastronomía
A medida que nos contaba su vida iba yo descubriendo una personalidad
que definitivamente se correspondía con la imagen de irreverencia y
cuestionamiento ante los dogmas del momento; elementos comunes en muchas de sus
creaciones. Son dos facetas las que se complementan en una persona, para crear
al Artista y al Gastrónomo.
“Para mí ver a mi abuela
cocinando y tejiendo era una experiencia amateur”, declara Marcos Porcella,
diseñador de arte y gastrónomo argentino. Quien nos recibió en una casa
acogedora del barrio porteño de Almagro, que funciona como su taller artístico,
sala de exposiciones, lugar de reunión con amigos y su hogar. En pleno
solsticio de invierno austral, donde las noches son más largas y los días más
cortos, se alteró la percepción del tiempo de los que estábamos más que
haciendo una entrevista, teniendo una charla entre personas interesadas en la
versatilidad de la gastronomía y el proceso creativo del arte. Las horas
corrieron como segundos y aunque no alcanzamos a ver el anochecer ese día, sí apreciamos
como el sol recorrió apresuradamente los rincones de aquel salón lleno de
creaciones artísticas, dando una sutil calidez a la conversación.
Actualidad de la cocina argentina
“La Argentina de los ´90 no era
como es ahora. La cultura gastronómica estaba muy circunscripta a un grupo
pequeño de gente y profesionalizarse en esta área, era como lanzarse en un
abismo, un salto al vacío. No existía la ciudad de Buenos Aires tal cual como
la conocemos, sin Puerto Madero, sin Palermo ni Cañitas. Los pocos restaurantes
de cierta relevancia eran pocos: uno que estaba ubicado en la Cadena hotelera
Sheraton, el de Francis Mallman, El Gato Dumas y dos o tres restaurantes más”.
Transcurridos más de 20 años y muy
a pesar de que muchos creen que la cocina argentina está en boga, para Marcos “…sencillamente
está tratando de encontrar qué es lo que va a ser”. Con cierta mezcla de enfado
y esperanza, expresa con firmeza el siguiente comentario: “Lo que muchos ya
llaman pomposamente Nueva Cocina
Argentina, no es otra cosa que una movida que se está iniciando y que en el
futuro, ni siquiera inmediato, podría transformarse en una realidad si tenemos
claro el concepto de Nuevo”. Luego
aparece otra vez ese matiz entusiasta en su voz cuando alega que el país tiene hoy
día las mil y una formas de crear e innovar: “existe un bagaje pseudo-europeo,
jóvenes dispuestos a romper con lo establecido, herramientas, materia prima,
productos y un cocoliche de italiano con español único”.
No obstante, “ahora no se trabaja
creativamente con lo que hay, por lo que tendemos a caer sumisamente en los
mandatos del buen comer, del buen vestir o del buen mirar; entendamos que un
país como el nuestro no puede generar la misma gastronomía de ningún otro país,
las realidades son distintas”. Luego de un súbito silencio, como súbito también
su pensamiento, nos recomendó un libro realizado por el periodista
estadounidense Michael Steinberger (au revoir, cocina, vinos y el final de
francia), sobre cómo las nuevas tendencias gastronómicas, que ponen énfasis en
la innovación y el entretenimiento, han dejado atrás a la otrora célebre cocina
francesa y cómo en 40 años, desde Francia no sale nada nuevo en materia
gastronómica.
A vuelo de pájaro, hizo una
revisión entre las páginas del libro, para recitarnos un fragmento del mismo:
“… Su primer lugar (el de Francia), se ha perdido hace unas décadas a mano de
otros polos gourmets mundiales como New York, Londres o, desde luego, España
–Ferrán Adriá mediante–, se ha desdibujado por completo”. Steinberger así como
nuestro artista gastrónomo, coinciden en que más que decadencia de la cocina
francesa se trata de “un cambio de paradigma culinario y cultural”. Y es precisamente ésta visión la que nos hace
falta, puntualizó Porcella al tiempo que cerraba el libro.
“Sigamos el ejemplo de nuestros
hermanos brasileros y peruanos que fueron capaces de innovar con cosas propias
de sus países”. Sus Feijoadas, sus ceviches. Los ojos del mundo tienen su
mirada en qué están haciendo en el área gastronómica para intercambiar, crear,
compartir. “¿A qué puede venir un francés acá?”, pregunta con una mirada
inquisidora y el entre cejo fruncido, y contesta él mismo con otra pregunta,
pero ésta vez irónicamente: “¿A ver que le copian las técnicas y los productos?
Es como ir a Francia a que me enseñen a bailar tango, o salir de Venezuela a
que me enseñen cómo hacer unas arepas, eso es absurdo”.
Toda esta argumentación antecedió
a su conclusión de que puede haber una luz al final del túnel, específicamente
en la comida porteña, descrita por él mismo como: “disparatada, irreverente,
irrespetuosa, artística, arrogante, con entendimiento socio-cultural y unas
mezclas de inventos y coqueteos que si no se quedan en meros flirteos, saldrá
algo grandioso”.
La cocina y el arte
Con la afirmación ontológica: “Yo
dejo entrar a ambos mundos para trabajar en ambos mundos”, este conceptualista,
como él mismo se define, recurre a esta filosofía en el momento de encarar dos
realidades: la gastronómica y la artística. Ambas a su parecer, contienen una
faceta creativa y caprichosa llenas de subjetividades en el juego de las
expectativas de cada individuo. Por supuesto, hay cánones en la formación de un
buen cocinero, pero según Porcella, además esas reglas, debes ser intrépido,
creador, capaz de poner en marcha tus propias ideas. Estas actitudes, muy
arraigadas en la personalidad propia del artista, pareciera ser el hilo
conductual de Marcos, con profundas diferencias en la concepción de la
inspiración que le brinda el ser cocinero: “yo soy más del hacer, del oficio, no
ando esperando a que me llegue la musa, cuando llegue, que me encuentre
trabajando”, aseveró parafraseando a Picasso.
Encuentro de dos “Artes”
Fue en 1989, cuando el inconforme
estudiante de ingeniería agrónoma, decidió seguir su camino: “padre quiero ser
artista, por tanto dejaré mis estudios formales en la Universidad de La Plata y
me iré a hacer lo que realmente me apasiona, vivir del arte”. Hasta aquel momento
de “rebeldía”, como lo llamaba su progenitor, sentía que tenía un mandato
familiar contradictorio: “nací y viví en una familia con intereses artísticos y
culturales como para que después tuviera el peso de seguir una carrera
universitaria tan compleja como la ingeniería”. Mientras narraba esta etapa de
su vida, paramos a beber un poco de mate para calentarnos del frío invernal.
Tomamos dos rondas seguidas intercambiando opiniones sobre el ritual de tomar la
infusión en estas latitudes, a lo que él agregó: “además de saber cebar la yerba
te sugiero colocarle una sola cucharadita de azúcar y listo, tendrás la dulzura
perfecta el resto de la bebida”, y prosiguió con la narración de su historia…
“Mis primeras expresiones
artísticas fueron como a los 19 años, comencé a pintar y mi padre tenía un
acervo de libros sobre la pintura, artes plásticas y música que me ayudaron a
sentir cuáles eran las corrientes con las que más me identificaba. El
impresionismo, por cuestión de gusto, fue a lo que más me acerqué”. Continúa,
luego de una pausa, diciendo con halo de nostalgia: “Mi papá nunca terminó de
entender ni de aceptar mi decisión”. El estilo de su morada era como el
derivado de las antiguas casonas romanas con habitaciones en torno al patio
central. La fachada con dos balcones de rejas salientes que le colocó recientemente
para sentirse más seguro y además la puerta principal alta de madera. El piso cubierto con distintos materiales,
acondicionaban los ambientes que se dividen en la casa. La chimenea, poco
usada, con una pequeña cantidad de leña apilada. El mobiliario general sencillo
y sólido con sus textiles expuestos en todas direcciones.
Luego que dejó los estudios surge
la posibilidad de estudiar gastronomía: “mi madre, mucho más joven y con una
visión más audaz y adaptación a los
tiempos que corrían, me acompañó en la búsqueda de estudiar un oficio que
pagara mis cuentas sin dejar el arte”. El padre, un amante del buen comer,
conocedor del vino, entusiasta del sentarse en la mesa y agasajar a sus seres
queridos en el protocolo de disfrutar la comida todos los santos días, sin
advertirlo, también influyó en la decisión. Habían tres opciones para emprender
los estudios culinarios: “ir a estudiar afuera lo cual era muy caro, a un
instituto en Ezeiza o a una pequeña escuela de cocina de las hermanas de Alicia
Berger, pero en principio empecé a cocinar porque quería ser artista”.
Una intercomunicación
Formándose para ser un excelente
chef o un gran artista, se generan lazos muy abiertos a todo tipo de culturas y
gentes, surgen conexiones con los más
diversos y genuinos intereses de grupos humanos.
Desde una ama de casa, la ingeniería, la medicina, el periodismo…, son ramas
que influyen y se comunican todas, en un plato de comida. Ahora esta conjunción
ha estado más catalizado pero siempre ha tenido que ver con el hecho de que la
gastronomía no es solo hacer una receta, sino que tiene muchas visiones y un
espectro amplio, que hoy día está permeable a intercambio de toda índole:
psicológica, sociológica, artes visuales, diseño…
Por ello su más valiosa
contribución, desde donde esté parado y utilizando todas las influencias que
pueda tener en sus círculos, empieza con el “rompimiento de la cáscara” para
ver con mayor profundidad el pensamiento creativo y a su vez, desmitificar la
supuesta genialidad del otro, al postular que con trabajo, constancia y
disciplina se puede presentar un proceso equilibrado, fluido y con mucho éxito.
¿Palabras del artista o del cocinero? Cuestionen ustedes…
Maryoaly Toro
Maryoaly Toro